LA HISTORIA DEL BANCO DEL ESTADO DE CHILE SE REMONTA A MEDIADOS DEL SIGLO PASADO.

 

 

 

El ilustre mandatario don Manuel Montt y su

no menos ilustre ministro don Antonio Varas,

fueron quienes dieron vida, por ley del 29 de agosto de 1855,

a la Caja de Crédito Hipotecario. Nacida sin capital

y sin otro acervo que el prestigio, la austeridad,

visión de estadista y patriotismo de sus fundadores.

La institución sería la iniciadora de un largo y fecundo

proceso en beneficio del desarrollo económico del

país el que finalmente culminaría, a casi un siglo

de su fundación, con la creación del Banco del Estado de Chile.

 

 

Asociada a hombres y acontecimientos que

contribuyeron decisivamente al progreso de la nación,

la Caja de Crédito Hipotecario remonta sus orígenes a

una época en que se sentaron las bases institucionales

y materiales de la República.

Si en el orden administrativo, el decenio del presidente

Montt ve consolidarse un Estado ordenado, eficiente e

impersonal, que encuentra en la dictación del Código

Civil en 1857 su madurez jurídico-política, en el orden

económico se asiste a un acelerado proceso que llevará

a Chile a

proyectar su presencia en toda la costa del Pacífico.

 

 

 

 

En este sentido, al auge de la minería

de los años anteriores se agregaba ahora el

dinamismo de la agricultura, que encontraba

en California y posteriormente en Australia

vastos mercados para sus productos.

En pocos años el comercio exterior se triplicaba,

reportando al país una riqueza que prontamente

se traduciría en un poderoso impulso para su

modernización. Son los días en que se tienden

las primeras líneas férreas, en que barcos a vapor

pasan a engrosar nuestra Marina Mercante

recorriendo los puertos de todos los continentes;

se intensifica la colonización del sur; el telégrafo

asombra a los Chilenos; nuevos procedimientos

se introducen en las faenas de extracción de

metales y en los cultivos del agro.

En fin, en toda la nación se trasunta un

mismo espíritu de pujanza y laboriosidad.

 

 

Como lógica consecuencia de este

activísimo proceso, no tardan en hacerse

sentir exigencias en orden a liberar nuevos

recursos financieros que asegurasen el

sostenido ritmo de crecimiento

que se observaba.

De este modo, comienzan a proliferar

personas e instituciones, entre los que se

cuentan los primeros Bancos que conoce

el país, que asumen la tarea de conceder

créditos y negociar documentos, con la

natural desconfianza, sin embargo, esta

modalidad no regulada inspiraba en el

público y que, en definitiva, atentaba

contra el éxito de estas empresas.

 

 

Es en este contexto cuando Antonio Varas,

en su calidad de Ministro del Interior del gobierno

de Montt, envía al Congreso, en junio de 1855,

el proyecto de ley que creaba la Caja de Crédito

Hipotecario. Al presentar la Ley, el Ministro

Varas señalaba a los parlamentarios:

"Los propietarios a quienes principalmente favorece la institución, tendrán en ella un medio fácil de proporcionarse fondos con la responsabilidad de sus propios fundos, sin verse limitados al estrecho círculo de personas que puedan conocerlos, sin la penosa condición de acreditar su honradez y moralidad; sin la necesidad ordinaria en la práctica de buscar y presentar un fiador a más de la hipoteca, y sin quedar las más veces, en concepto del prestamista, ligado con una obligación de gratitud, aún cuando el préstamo se haya hecho al 1%, o quizás en condiciones más onerosas. En el préstamo tomado a la Caja está cierto que pagando con regularidad sus anualidades no se verá en ningún caso precisado a reembolsar el capital; tendrá la facultad de libertarse con anticipación de la deuda, pagando a cuenta, según se lo permitan sus recursos, y obligado por el sistema mismo de la institución a pagar cada seis meses cantidades moderadas por intereses y amortizaciones, y que sin esfuerzo podrá separar de las entradas de su fundo, no se verá gravado, como es frecuente que suceda entre personas que no pertenecen a la clase de comerciantes, con intereses atrasados que tarde o temprano habrá de reembolsar de una sola vez y en una proporción muy superior a lo que permiten sus recursos ordinarios".

"Y no se crea que la utilidad de la Caja es sólo para los propietarios; también lo es para los capitalistas , aunque no en el mismo grado. La Caja ofrece en sus letras medios de colocar fondos con la más completa seguridad, sin que el prestamista tenga que ocuparse en indagar ni cual sea la situación personal del deudor, ni su responsabilidad, ni su carácter de moral, como es indispensable para librar la confianza cuando se fía en el crédito personal; también se ahorra la misma investigación respecto del fiador que se le ofrece, y no necesita entrar en la apreciación siempre difícil de la verdadera importancia del fundo propuesto en hipoteca; tiene la certeza de percibir con regularidad los intereses en épocas determinadas, sin ninguna gestión judicial ni extrajudicial de su parte, y de ser cubierto gradualmente de su capital sin verse precisado y sujetarse a los molestos y embarazosos procedimientos judiciales de ejecuciones o concursos, ni sufrir pérdidas por quiebras, y por último puede estar en posesión de parte de su capital y dejar colocado el resto según le convenga, sin ninguna dificultad".

"La facilidad de colocar fondos en esas letras cualesquiera sea la importancia de ellas, merece tomarse en consideración. Hay miles de poseedores de pequeños capitales que no sacan ningún provecho de ellos, que tal vez los consumen sin más motivos que el de tenerlos siempre a su disposición, los cuales con los medios expeditos y seguros de colocación que ofrece la Caja, los harán figurar en el capital circulante y productivo del Estado. Esas pequeñas sumas consideradas aisladamente parecen despreciables; pero si suponemos de la Caja mil, dos mil capitalistas hasta de quinientos pesos, tendremos que en la Caja figurarán por quinientos mil o un millón. De estas pequeñas economías del empleador, del pequeño agricultor y de otros muchos que se ocupan en negocios pasivos, afluirán a la Caja anualmente algunas sumas y al fin de algunos años aumentarán en fuertes cantidades de papel circulante".

Estas acertadas consideraciones que fundamentaban el proyecto y que introducían en el país una modalidad económica de insospechados alcances, encontraron plena acogida en el Congreso, el que sancionó la Ley con ligeras modificaciones el 29 de agosto de 1855. La Ley encabezaba su articulado con las siguientes disposiciones:

"Art. 1°, Se establece una Caja de Crédito Hipotecario destinada a facilitar los préstamos sobre hipotecas y su reembolzo a largos plazos, por medio de anualidades que comprendan los intereses y el fondo de amortización".

"Art. 2°, Las operaciones de esta Caja consistirán: 1° en emitir obligaciones hipotecarias o letras de crédito y trasferirlas sobre hipotecas constituidas a su favor; 2° en recaudar las anualidades que deben pagar los deudores hipotecarios a la Caja; 3° en pagar con exactitud los intereses correspondientes a los tenedores de letras de crédito; 4° en amortizar a la par letras de crédito por la cantidad que corresponda según el fondo de amortización".

"Art. 3°, Las Letras de Crédito se emitirán formando serie. Pertenecen a una misma serie las que ganen un mismo interés y tengan asignado un mismo fondo de amortización".

"Las letras de crédito que se emitan serán de cien pesos, de doscientos, de quinientos y de mil".

"Serán nominales o al portador a elección del deudor hipotecario, intransferibles o negociables".

La Caja inició sus operaciones el 27 de diciembre de 1855 siendo su Director José Diego Benavente y sus Consejeros Antonio Varas de la Barra, José Tomás Urmeneta, Santiago Salas y Silvestre Ochagavía. En calidad de Consejeros Suplentes oficiaban los señores Domingo Matte y Francisco Antonio Pinto.

Durante los dos primeros años, tanto los consejeros como el personal directivo cumplieron sus cargos ad honorem. El único empleado que se pagó en ese tiempo fue un oficial para la copia de las cuentas, a razón de un peso diario por el tiempo que se le ocupara.

La nueva institución, de acuerdo con los escasos recursos con que contaba, ocupó una pequeña casa fiscal, situada en la calle Compañía, al costado del antiguo edificio del consulado, y a la sazón edificio donde funcionaba el Congreso Nacional. Formaba ángulo con una antigua casona que cerraba la pequeña plazoleta que había frente al Congreso y al Palacio de los Tribunales.

Esta modesta casa apenas tenía diez metros de frente por veinte de fondo. De dos pisos, su puerta de acceso se ubicaba en uno de sus ángulos. En la planta baja una sala con sus dos ventanas daba a la calle, mientras que pequeñas dependencias se prolongaban hacia el interior. En los altos sólo se ubicaban dos piezas con vista al exterior.

Tal fue el austero local donde se cobijó modestamente nuestro primer establecimiento de crédito, y donde iban a concentrarse todas las energías y capacidades de su fundadores. Allí se vivieron difíciles horas, cuando la institución daba sus primeros y vacilantes pasos, pero también se conocieron los momentos de éxito, justamente ganado y sólidamente afianzado. Sólo en 1882, después de 27 años de laboriosa actividad, la Caja de Crédito Hipotecario pudo trasladarse al edificio construido en la calle Huérfanos esquina de Morandé.

En su primer año de actividad, en 1856, la emisión fue de $ 1.971.300 correspondientes a 97 préstamos. En 1860 el monto de la emisión había aumentado a $ 5.002.600.

Poco a poco, y no sin dificultades, las operaciones impulsadas por la Caja no tardaron en dar sus magníficos frutos, llevando a nuestros campos la savia vivificadora del progreso a través de inversiones a largo plazo que permitieron realizar obras reproductivas, que de otra suerte no habrían visto la luz de una intangible e imperiosa realidad.

En agosto de 1858 asumió la Dirección de la Caja su fundador don Antonio Varas de la Barra, quien la condujo con sabia y provechosa mano hasta el día de su muerte, acontecida en junio de 1886.

Identificado con las realizaciones más trascendentes del siglo pasado, Antonio Varas tuvo una brillante y activa vida política. Graduado a los 20 años de abogado y profesor de filosofía, a los 25 ocupa la Rectoría del Instituto Nacional. Un año más tarde era elegido diputado y con sólo 28 años es llamado por el Presidente Bulnes a ocupar la cartera de Justicia y, posteriormente, la de Interior.

Elegido Presidente don Manuel Montt, en 1851, Antonio Varas pasará a ser su estrecho colaborador, formando ambos un poderoso eje que dejará indelebles proyecciones en la vida nacional.

Al respecto Domingo Arteaga Alemparte, señala:

"La amistad había empezado por unir estrechamente a Varas con el señor Montt: esa unión llegó a hacerse indisoluble en la vida pública. Sus nombres se confundieron en el amor y en el odio, en el aplauso y en el vituperio de sus conciudadanos; sus peligros, sus zozobras, sus reveses, sus triunfos y sus alegrías, sus responsabilidades se confundieron en el torbellino de los acontecimientos. Tuvieron así la doble comunidad de afecto personal y del destino político".

Ambos, unidos, encarnaron la consagración genuina de una época y de un sistema fecundo en obras y en realizaciones.

El joven Ministro, de temperamento vehemente y severo, impulsado por su vocación de servicio, desarrollo una infatigable actividad, sabiéndose ganar el generalizado reconocimiento de sus ciudadanos, como bien lo acota Arteaga Alemparte.

"Puesto al frente de un Ministerio del Estado, cuando su nombre apenas había resonado más allá de los claustros del Instituto Nacional, había tenido que justificar su elevación prematura. Y cuando la hubo justificado; cuando en largos años de ejercicio del poder hubo probado que era una fuerte cabeza y un ánimo fuerte; cuando hubo barrido todos los obstáculos; cuando hubo anonadado a todos sus enemigos; cuando, aclamado, instado y empujado por sus amigos y partidarios, a la Presidencia de la República, no necesitaba para llegar a ella sino quererlo, renunció a obtener el mando supremo".

"Después de haber gobernado a los demás, mostró que sabía gobernarse a sí mismo".

"Este acto de inteligente desprendimiento, ese gran acto de magnanimidad y cordura, hizo desaparecer al gobernante para dejar en pié tan sólo al hombre. El hombre despojado del poder apareció entonces superior al gobernante todopoderoso".

Las virtudes y cualidades de estadista de Antonio Varas imprimieron un dinamismo expansivo a la Caja de Crédito Hipotecario. Entre 1890 y 1899 el monto global de sus operaciones paso de los $ 32.000.000 con un promedio de casi 300 operaciones anuales.

 

Signo de este desarrollo fue la construcción de un nuevo edificio para la Caja ubicado en Huérfanos esquina de morandé, cuyo sitio había sido adquirido en 1880. En ese mismo año se iniciaron los trabajos que culminaron a mediados de 1882.

El traslado al flamante edificio, en septiembre de dicho año, fue motivo de gran satisfacción para Antonio Varas, quien había atendido muy de cerca las faenas, vigilándolas hasta en sus menores detalles.

El edificio construido satisfizo ampliamente las necesidades de la Institución y constituyó motivo de admiración para los santiaguinos. De elegantes líneas animadas por una gran portada, elevados ventanales y al zócalo de piedra, aparecía como una soberbia construcción, a pesar de ser de sólo un piso. Un jardín interior, con una hermosa fuente de mármol, ofrecía la nota amable dentro del severo conjunto que desde ese momento sirvió de digno marco a las actividades de la Caja.

Después de la muerte de Antonio Varas, le sucedieron en la Dirección de la Caja ilustres ciudadanos, entre ellos, Aniceto Vergara Albano (1886-1889), Eduardo Cuevas (1889-1897), Juan Esteban Rodríguez (1897-1899), Eulogio Altamirano (1990-1903), Elías Fernández Albano (1903-1910), Luis Barros Borgoño (1910-1931), Jorge Alessandri Rodríguez (1932-1939) y Juan Antonio Ríos Morales (1939-1946), estos dos últimos posteriormente Presidentes de la República.

En calidad de Consejeros, la Caja de Crédito Hipotecario contó con el inestimable concurso de eminentes hombres públicos, varios de los cuales llegarían con el tiempo a ocupar la primera magistratura de la Nación, como fue el caso de Germán Riesco, de Ramón Barros Luco, de Juan Luis Sanfuentes y de Emiliano Figueroa.

Durante todos esos años, la Caja continuó con su permanente aporte al desarrollo del país, el que se incrementó a partir de 1911 cuando pudo agregar a sus operaciones normales en moneda corriente, emisiones en moneda oro y en moneda extranjera que supo colocar con gran éxito en los mercados financieros internacionales.

Junto a la expansión y al aumento del volumen de sus operaciones, la Caja diversificó los créditos, incorporando a sus beneficios amplios y variados sectores del país. Si en un principio, los recursos se habían canalizado en forma casi exclusiva hacia la agricultura, paulatinamente sus aportes se constituyeron en un poderoso estímulo para la construcción de edificios y viviendas. Numerosas e importantes obras arquitectónicas, que representaron un considerable adelanto urbanístico e imprimieron un sello de progreso y elegancia al Santiago de la primera mitad de siglo, se hicieron realidad gracias al insustituible aporte de la Caja de Crédito Hipotecario.

De igual forma la institución asumió como una de sus preocupaciones fundamentales el fomento de la vivienda popular. Ya en septiembre de 1911 inauguraba un flamante conjunto habitacional de cincuenta casas de la denominada Población Huemul que, por sus innovadoras características se convirtió en un modelo de este tipo de viviendas. Similares conjuntos, con miles de casas, proliferarían no sólo en Santiago, sino también en provincias, producto del diligente esfuerzo desplegado por la Caja en tal sentido.

No fue ajena tampoco a ella, la iniciativa de allegar recursos extraordinarios a aquellas zonas afectadas por fenómenos sísmicos y climáticos en fechas tristemente memorables, contribuyendo de manera decisiva a su rápida construcción.

Testimonio visible del crecimiento institucional de la Caja de Crédito Hipotecario y del activo rol que llegó a jugar en el quehacer nacional fue su instalación, hacia 1930, en una moderna construcción levantada en el mismo lugar que venía ocupando desde 1882.

El edificio, que actualmente ocupa la Sucursal Huérfanos del Banco del Estado anima el paisaje urbano del centro de Santiago, en perfecta consonancia con el estilo de las principales construcciones del barrio cívico de la capital. De cinco piso del altura, su arquitectura conjuga la sobriedad con la elegancia y belleza de sus líneas, ofreciendo en conjunto una impresión de equilibrio, solidez y armonía.

Pero, de todas las realizaciones impulsadas por la Caja de crédito hipotecario, tal vez la de más vastas proyecciones fue la llevada a cabo en orden a promover y dar forma, a instancias de su primer director, Antonio Varas, a las primeras instituciones de ahorro que conoció el país.

La historia de las instituciones de ahorro en Chile es de larga data y está directamente vinculada al desarrollo enconómico de la nación.

Los primeros años de la República, convulsionados por frecuentes revoluciones no fueron propicios para este desarrollo, el cual sólo pudo advenir con el establecimiento del sólido régimen portaliano. Superada la inestabilidad política y dictada la Constitución de 1833 comienza un período de crecimiento y prosperidad, sustentado por el dinamismo de los particulares a quienes se deben los grandes signos de progreso que enmarcan el desarrollo económico y social de chile en el siglo XIX.

Es también a la iniciativa privada que debemos los primeros intentos de establecer el ahorro en el país, y que se traducen en las proposiciones que en tal sentido impulsó la Sociedad Nacional de Agricultura hacia mediados de siglo.

La Sociedad, fundada en 1838 y que reunía a las personas de mayor influencia social y política, no sólo dedicó sus esfuerzos al desarrollo de la agricultura, sino que también atendió al mejoramiento de las condiciones de vida del campesinado, a través de una de sus secciones denominada "Salubridad y Beneficencia".

Fue precisamente esta sección la que concibió y propuso el establecimiento del ahorro en las clases trabajadoras, y buscó los medios para materializar la idea.

Uno de sus miembros, Francisco García Huidobro, publicaba al respecto, hacia 1841, en la revista EL Agricultor chileno un artículo sobre el modo de establecer las Cajas de Ahorro en Chile. Según el autor, tales instituciones debían constituirse sobre la base de dos grandes principios: por una parte, inspirar la más decidida confianza entre los particulares y, por otra, combinar los intereses de todos los que tuvieran participación en ella (fiadores, depositantes, empleados y directores), de modo que tal combinación proporcionara la consistencia necesaria para no recurrir a recursos extraños.

No deja de ser curiosa la forma propuesta para cumplir este programa: la confianza del público se llegaría a obtener buscando capitalistas de todo prestigio que afianzaran en una suma limitada los negocios de la Caja, debiendo sólo admitirse depósitos equivalentes al monto total de la fianza. Las ganancias se repartirían tanto entre los fiadores y depositarios como entre los empleados y directores de la Caja.

Haciéndose eco de estos planteamientos, la sección de Salubridad y Beneficencia presentó el 1° de agosto de 1842 un Reglamento para el establecimiento de una Caja de Ahorros, en la ciudad de Santiago, "para que los pobres depositen con un interés anual el sobrante de sus ganancias y nos les den quizás, una inversión improductiva y perjudicial, asegurando así su fortuna para lo venidero". Los depósitos no debían ser inferiores a dos reales ni superiores a cien pesos, recibiendo un interés del 6% al año.

Según se lee en el número correspondiente de "El Araucano", el 14 de mayo de 1842, ante una escogida y numerosa reunión de vecinos presididos por Marcos Mena, se declaró instalado el Banco del Ahorro, nombrándose sesenta directores entre los que se contaba a los hombres más prominentes de la época.

El primer presidente del Banco del Ahorro fue el Arzobispo Manuel Vicuña; vicepresidente, el Deán de la iglesia Catedral Alejo Eyzaguirre, y contador-tesorero Fernando Herrera.

La poca atención que l prestaron sus directores, la carencia de conocimiento en esta clase de instituciones que tenían los hombres de aquella época, la falta de necesidades del pueblo y las disputas políticas de la época, contribuyeron poderosamente al fracaso de este Banco de Ahorro.

Se preocupó la Sociedad Nacional de Agricultura de establecer las causas de la poca acogida que la iniciativa había tenido en el país, y en la sesiones de noviembre de 1842 se señalaba como contrarias al ahorro el funcionamiento de loterías, casas de juego, canchas de bolos que, en definitiva, determinaban los hábitos de disipación y los vicios de nuestro pueblo.

A pesar de todos estos inconvenientes, el Banco de Ahorro funcionó varios años, haciéndose diversas modificaciones en sus estatutos y habiendo existido aún el propósito de fundar otros en las ciudades de Valparaíso, Coquimbo y Chillán.

Sin embargo, en agosto de 1861, la situación se tornó insostenible dado el déficit que arrojaba su balance, y el Gobierno decretó su clausura, concurriendo con $8.000 para cancelar los depósitos e intereses de los imponentes.

El fracaso de aquella primera iniciativa particular, hizo comprender a nuestros gobernantes que correspondía al propio Estado la fundación de establecimientos que impulsaran el ahorro en el país.

De ahí que, conjuntamente con la ley que autorizó el giro de $8.000 para cubrir las obligaciones del anterior Banco de Ahorro, el Ejecutivo presentó al Congreso un proyecto para establecer una nueva Caja de ahorro, ahora bajo la responsabilidad del Estado.

El 22 de agosto de 1861 se aprobó dicha ley, en la cual se ordenaba establecer una Caja de Ahorros en la ciudad de Santiago, pudiendo el Presidente de la República fundar sucursales en los lugares que estimare conveniente.

El interés que se pagaría por los depósitos sería el de dos centavos diarios por cada ciento de pesos, devengándose éste después de 30 días de hecho el depósito. No se abonarían intereses por imposiciones que bajaran de un peso o por cuentas que arrojasen un saldo superior a los $600.

Los fondos de la Caja deberían invertirse en billetes de la deuda nacional, letras de la Caja de Crédito Hipotecario, o préstamos o descuentos garantidos con letras de la Caja o hipotecas de bienes raíces.

por último, permitía a las municipalidades, sociedades de beneficencia y a los particulares establecer Cajas de Ahorro, previa aprobación de sus estatutos por el Presidente de la República, con acuerdo del Consejo de Estado.

Luego de encendidos debates en el Parlamento, la ley fue finalmente promulgada, pero la triste experiencia de la Caja del año 1842, condujo al pueblo a mostrarse reacio a estas instituciones y, ante el peligro de un fracaso, el Gobierno retardo su establecimiento.

La crisis de los años 61 y 63 y la guerra con España, posiblemente influyeron de manera poderosa para que se olvidase tan benéfica ley.

Justamente, con el objeto de desvanecer estos recelos y desconfianzas, el Consejo de la Caja de Crédito Hipotecario acordó en 1877 la creación de una Caja de ahorro bajo sus auspicios para prestarle su protección y apoyo mientras fuese necesario.

Sin embargo, la Guerra del Pacífico impidió que el acuerdo se cumpliera dado que, estando la atención del país centrada en el conflicto, existía el peligro de que este nuevo ensayo a favor del ahorro popular pasase desapercibido y se asistiese a un nuevo fracaso.

Pero el término de la Guerra, en junio de 1883, el Director de la Caja de Crédito Hipotecario, Antonio Varas, insistía ante el ministro de Hacienda para que se facultase a su institución el establecer una Caja de Ahorros en la ciudad de Santiago.

"La Caja de ahorros - decía en aquella época Antonio Varas - está destinada a prestar al país un servicio de importancia, ofreciendo una colocación segura y lucrativa a los pequeños ahorros de la parte de nuestra sociedad menos favorecida de la fortuna".

"Fomentar el ahorro en la clase trabajadora - agregaba - es un medio eficaz de elevar la condición moral de esa clase de nuestro pueblo, de despertar en ella la previsión que tanto le falta, y de abrirle camino que le permita esperar que cuando las enfermedades y los años le inhabiliten para el trabajo, poder proveer las necesidades más imperiosas de la vida, con lo que en tiempo oportuno economizó".

 

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